Inspirándome de la presentación que hizó Daniel García Andújar en Medialab Prado con motivo de las jornadas sobre Propiedad Intelectual, para hablar del tema que se va a tratar hoy en el laboratorio del Procomún, y como comentarios al texto de Joaquín Rodríguez, os contaré una historia, menos metafórica, aunque bastante fácil de compartir, ya que se funde sobre esta pregunta: ¿Quién no se ha sentido nunca desfasado, inadaptado con un entorno directo? y ¿quién no ha querido a este momento rechazarlo, o huir bien lejos?
No estoy hablando de escuela, ni de entrar en una libreria, ni de cumplir con tareas de aprendizaje, sino de cualquier momento de la vida cuando se experimenta esta sensación de no encajar. ¿Qué es lo que nos pasa en este momento cuando no encajamos? Suele ocurrir cuando estamos sólo entre todo un conjunto de personas de las cuales nos sentimos diferentes y que parecen en cambio sentirse muy bien entre ellas. Claro, lo que nos falta a este momento preciso, es estar adaptado al grupo, y eso se hace adoptando los usos y signos que permite al grupo de reconocerse y de establecerse como grupo y de convivir. Dicho en otras palabras, nos sentimos desajustados cuando la cultura que se lee a través de nuestros gestos…no encaja con la cultura del grupo en el cual estamos. ¿Entonces que sería la alta cultura? Lo que le gusta a la élite, y que ella impone como el ideal al cual se debe aspirar, es decir el paradigma de la cultura, es decir este conjunto de signos que hay que manejar para entrar en este grupo privilegiado, la élite. ¿Qué es la escuela entonces? Un dispositivo hecho para perpetuar el poder de la élite transmitiendo su ideal difundiendo su cultura como la más digna y enviable. ¿Que sería pues la solución para que la cultura deje de ser la de la élite? Que su poder se derrumbe o que se deje de creer en su modelo cultural. ¿Y como lo podríamos hacer? Reflexionando sobre otros modos de relaciones y de gestión, pero antes usando algo como la tolerencia y la aceptación de varios imaginarios elegidos libremente, que se puedan mezclar y fomenten la creatividad. ¿Y para eso? Devolver las palabras, las cosas, los sentidos. ¿ Y eso dónde se puede hacer? En la escuela. Volvemos entonces al principio, a la escuela y a mi historia.
Si bien hay un sitio donde me sentí desfasada fue la escuela, porque no me gustaba y me aburría pero me iba bien, porque iba a un cole de pijos pero vivía en los barrios pobres, y porque en mi familia él que más lejos había ido en los estudios habia sido mi hermano obteniendo el bachillerato y yo entraba en las clases preparatorios. No es que no tenía «cultura», pero no era oficial, la mía cruzaba de forma irreverencial todo lo que me gustaba. Y un día pude medir toda la diferencia que existía entre yo y la alta cultura. Pasé un concurso para las grandes escuelas, maravilloso sistema muy equitativo, cuya segunda parte es oral. Y allí, lo entendí todo: el chico que justo después de mi habló era increíble, encarnación viva de la alta cultura, parecía llevar la historia de Francia en sus hombros, y la contaba con palabras tan cultas que soltaba con tanta soltura que me quedé fascinada, comparando mi forma de expresión torpe con estas “grandes palabras” que no se usaban en mi casa.
Pero a ver, no es que en mi familia hablamos mal, o que somos idiotas, es sólo que mis padres no ambicionaron nunca aspirar a la alta cultura, y entonces no nos fundamos nunca en este modelo, nunca mis padres se normalizaron o compartieron este modelo cultural. Yo, tengo que confesar que sí me identifiqué a cierto momento por haber escuchado a sus representantes y haber creido un tiempito que esta cultura, la que difundía el sistema de fabricación de élite donde había aterrizado, valía más que la cultura de mi familia. Menos mal, me duró bastante poco. La identificación a esta cultura es la normalización y lo que llaman ascensión social o integración es aculturación y aceptación de la cultura del más fuerte. Y claro, la imagen de la élite en Francia es todavía bien francesa. Justamente, mi madre como mi padre nacieron en una ciudad francesa de padres españoles y italianos immigrantes pobres. Lo normal. Pero claro de lo más lejos que podría remontarse en la genealogía de este chico sólo se encontraría a franceses. Estudiando historia de Francia, él veía la historia de sus antepasados, su propia historia, donde sólo veía procesos de construcción de un presente donde me encontraba por casualidad. La alta cultura pues es la Francia de una élite francesa, distinguida, cultivada… Y tal vez si nadie va a los museos, a los teatros, a las bibliotecas…, es porque la mayoría de la gente no se reconoce en esta cultura. ¿Será que la sociedad ha cambiado? ¿Será que los hijos de immigrantes se formaron y se construyeron sus propias vidas y culturas? ¿Será que no todos los que llegaron a un nivel social alto quisieron fundarse en el modelo de la alta cultura blanca francesa?
Es que en Francia tenemos un maravilloso sistema de educación superior, las clases preparatorias a las grandes escuelas. Traduzco: clases preparatorias y grandes escuelas para la élite y universidad para los demas. ¿A quién forma las grandes escuelas? A la élite, hijos de la élite. ¿ Y cómo se encuentra este país? En un estado de paralisis y depresión donde las tensiones sociales son fuertísimas pero que nadie parece querer solucionar.
Ya lo habrémos entendido, y como mi compañero Daniel, apuesto por el fin de la alta cultura, a lo que quiero añadir que me fascinan los grabados de Goya, me obsesionan las sonatas de Domenico Scarlatti, me dejan sin voz los espectáculos de los Ballets C de la B, y que considero a las novelas de Dostoievski como mundos donde me siento mucho mejor que en el donde estamos. Y no quiero perderlos. De hecho a nadie se le ocurriría querer destruir los grabados de Goya, impedir que se toquen las sonatas de Scarlatti, que baile les Ballets C de la B o que se dejen de publicar las novelas de Dostoievski. Por que lo que se pide cuando se pide el final de la alta cultura, es la multiplicación de los deseos y la adquisición de la libertad para ver y querer, sin que exista jerarquía entre los objetos expuestos. ¿Como se reconecerá lo bueno de lo malo? Eterna pregunta que se soluciona con una educación que no imponga marcos y canones, sino que se ocupe de la base, de lo que estaría antes de la cultura y del procomún. En las aulas habría que abandonar el modelo cultural de las élites sin rechazar sus objetos, quitando así una representación conflictiva y jerarquíca de las relaciones sociales, reconocer que no existe un modelo social más válido que los demás como nos lo quieren hacer creer las publicidades donde aparecen las perfectas familias bien vestiditas de niños rubitos y sonrientes, imágenes de la élite que sirven para vender y alimentar la cultura de masa, contribuir a la imposición de las normas y mantener el sistema generando la identificación de las masas -una parte por lo menos- a este modelo cultural. Haría falta no excluir ninguna fuente de experiencia ni tipo de actitud, y dejar en las puertas de las aulas las imágenes previas, los falsos sueños, los discursos publicitarios, las marcas, las posturas preconcebidas, los perjuicios. Haría falta volver a las palabras, sin más para que cada niño realmente acceda al lenguaje, para que cada uno prueba leer y hablar, y así obtenga las herramientas necesarias para construir su imaginario o horizonte cultural propio, que no sea exclusivo, unívoco, ni normativo, que sea libre y que tenga como únicos medidas y límites la creatividad y la realización de uno mismo.
La escuela sería no un lugar para añadir información, vehicular más y más, sino el lugar filosófico e inciático donde se iría poco a poco quitando capas de saberes absurdos y de apariencias inútiles para llegar en el corazón de las cosas, un desnudar conceptual progresivo, como la metáfora de la construcción del reloj de Hobbes en su De cive, hasta llegar al mecanismo de base que sostiene la creación, pero no sólo para conocerlo y volver a construirlo al idéntico, sino para que de lugar a miles de recreaciones diferentes.
Fuente fundamental: Chagrin d’école, Daniel Pennac